Transporte multimodal y autopista ferroviaria

35 de salida en el desarrollo ferroviario tuvo lugar gracias a la invención en 1769 de la má- quina de vapor moderna de James Watt. En 1804, Richard Trevithick aplicó por primera vez la nueva tecnología a un vehículo guiado, inventando así la primera locomotora de vapor y, aunque su ingenio no tuvo mayor desarrollo más allá de las ferias comerciales y de muestras, inspiró a muchos otros ingenieros e inventores para llevar a cabo sus propias versiones, siempre vinculadas al sector minero y con el objetivo de mejorar y facilitar el transporte de sus producciones. Así, en 1825, de la mano de George Stephenson nació el que se puede considerar como el primer sistema de ferrocarril moderno, regularizado y legalizado, entre la población portuaria de Stockton y el área minera de Darlington, con servicios regulares tanto de viajeros como de mercancías. A partir de entonces, el ferroca- rril experimentó un cambio inequívoco de tendencia, alejándose de manera definitiva de los primitivos sistemas de transporte guiados y erigiéndose como un sistema de transpor- te consolidado, con códigos e identidad propia. Había comenzado la era del ferrocarril. Por todo el mundo, los emergentes industriales y las principales potencias apostaron rápidamente por la construcción de ferrocarriles, dado su elevado potencial como motor de desarrollo industrial y económico. Así, muy pronto, las primeras líneas y redes se ex- tendieron por el continente europeo. En el Estado español, las primeras líneas ferroviarias con tracción a vapor se construyeron durante la primera mitad del siglo XIX: La Haba- na-Güines en 1837 y Barcelona-Mataró en 1848. Sin embargo, recientemente han sido encontradas pruebas de la existencia, al menos desde 1836, de un pequeño ferrocarril de tracción a sangre en las minas de Arnao, en Asturias. La construcción y desarrollo de las diferentes líneas y redes europeas de ferrocarril res- pondió a una doble finalidad: por un lado, la comunicación rápida y estable de los núcleos de producción industrial con las áreas de producción de materias primas y con los puntos clave de exportación de las producciones (puertos marítimos o fluviales, principalmente); y, por la otra, la conexión regular de las principales urbes y núcleos de población a través de los servicios de viajeros. Se trataba, en definitiva, de potenciar el crecimiento industrial y la consolidación de las economías de cada país a través de la doble vertiente que ofrecía el ferrocarril: el transporte de personas entre núcleos de población más densos y relevantes, y el movimiento rápido y eficiente de mercancías tanto hacia las zonas industriales (materias primas) como hacia los mercados exteriores (producciones exportadas). De esta manera, en pocas décadas, la Revolución Industrial se extendió por la mayoría de regiones de Europa, acompañada por la construcción de potentes redes ferroviarias que permitían mantener los altos niveles de producción. De hecho, todavía hoy, regiones como Silesia (Polonia), el Rhein-Ruhr (Alemania) o el norte de Italia disponen de densas redes de ferrocarril que, aunque hayan cambiado parte de su fisonomía, encuentran sus raíces en aquellos primeros años de revolución industrial. Además, el ferrocarril fue capaz de adaptarse para llegar a los lugares más indómitos del territorio europeo mediante miles de líneas de vía estrecha (los llamados ferrocarriles económicos o, específicamente en Cataluña, carrilets ) que, como capilares, configuraron miles de ramales ferroviarios que conectaban las áreas más lejanas del viejo continente con las redes generales. Estas líneas fueron el motor de la pequeña y mediana industria de numerosas regiones europeas que, gracias a ellas, no se quedaron retrasadas social y económicamente y pudieron explotar todo su potencial.

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